La Meteorología en las novelas de Verne (parte II)

José Miguel Viñas Rubiowww.divulgameteo.esNOTA DE LA RAM: Este artículo y la parte I, que salió publicada en la RAM del mes pasado, completan el artículo aceptado para su publicación en el nº 9 de la revista digital bimestral Mundo Verne (http://jgverne.cmact.com/Misc/Revista.htm), de enero-febrero de 2009. En la actual versión se han incluido algunas figuras adicionales. 

La Meteorología como hilo conductor

El tiempo atmosférico es también el protagonista indiscutible de las primeras páginas de La isla misteriosa (1875). La acción se desarrolla en 1865, en plena Guerra de Secesión Americana, durante el asedio a la ciudad de Richmond, en el estado de Virginia. Los protagonistas, prisioneros de guerra, consiguen escapar de allí en globo, en medio de una terrible tempestad que les zarandea con violencia por los aires y les arrastra a gran velocidad, a miles de kilómetros de distancia. Verne nos describe con detalle las características de tan excepcional temporal:

"Nadie podría olvidar fácilmente el fuerte viento del nordeste que se desencadeno hacia la mitad del aquel año de 1865 y durante el cual la temperatura descendió notablemente. Fue un huracán sin interrupción que duró ocho días. Las pérdidas que ocasionó fueron cuantiosas: Ciudades devastadas, lugares arrasados por trombas de agua que caían como aludes, bosques asolados, barcos arrojados a las costas...Aquel globo aerostático, llevado como una pelota en la cima de una tromba y envuelto en el movimiento giratorio de una columna de aire, cruzaba el espacio a una velocidad de 90 millas por hora.”

Figura 8.-Los protagonistas de La isla misteriosa (1875) encaramados al globo en el que huyeron de Richmond, a punto de ir a parar al agua bajo un intenso temporal de viento.

Siguiendo nuestro recorrido meteorológico por la obra verniana, en el capítulo XXXI de Una ciudad flotante (1870) encontramos un interesantísimo diálogo entre el personaje que, en primera persona, nos va contando la historia y el doctor Dean Pitferge, con quien viaja a bordo del trasatlántico Great–Eastern, desde Liverpool a Nueva York. Merece la pena transcribir íntegramente este pasaje, donde Verne, haciendo gala de un fino humor, combina de manera magistral la descripción del estado del cielo, el arte de la predicción, las efemérides meteorológicas y los aspectos más populares de una disciplina científica que por aquel entonces daba sus primeros pasos:

"(...) Todo el horizonte del Sur estaba encapotado; gruesos y espesos nubarrones iban aproximándose al cenit. La pesadez del aire aumentaba. Un calor sofocante penetraba la atmósfera como si el sol de julio cayera a plomo sobre ella. ¿No habían terminado aún los incidentes de aquella eterna travesía?

- ¿Quiere usted que le asombre? –me preguntó Pitferge, que estaba a mi lado.

- Asómbreme usted, doctor.

- Pues bien, antes de acabar el día tendremos tempestad.

- ¿Tempestad en abril?

- El Great-Eastern se burla de las estaciones –replicó Pitferge encogiéndose de hombros–. Es una tempestad hecha para él. Mire usted esas nubes de aspecto amenazante que invaden el cielo. Parecen animales de los tiempos prehistóricos, y pronto se devorarán.

- Confieso que el horizonte está feo –dije–. Su aspecto es tempestuoso, y tres meses más adelante compartiría su opinión, querido doctor, pero ahora no.

- Pues yo le digo -respondió Pitferge, animándose- que la tempestad estallará dentro de pocas horas. La presiento como un storm glass. Mire usted esos vapores que se condensan en lo alto del cielo. Observe esos cirros, esas ´colas de gato´ que se amasan en una sola nube y esos gruesos anillos que cierran el horizonte. Pronto habrá condensación rápida de vapores, y, por consiguiente, producción de electricidad. Además, el barómetro ha caído súbitamente a 721 milímetros, y los vientos reinantes son del Sudoeste, los únicos que provocan tempestades en invierno.

- Sus observaciones podrán ser exactas, doctor –respondí, como hombre que no quiere dar su brazo a torcer–. Pero, ¿quién ha sufrido alguna vez tempestades en esta latitud y en esta época del año?

- Se citan ejemplos en los anuarios. Los inviernos templados se distinguen con frecuencia por las tempestades. Si hubiera vivido usted en 1772, o sin ir tan lejos, en 1824, habría oído retumbar el trueno en febrero en el primer caso, y en diciembre en el segundo. En enero de 1837 cayó un rayo cerca de Drammen en Noruega, causando estragos y daños de consideración, y en el mes de febrero de este último año, cayeron también en los barcos de pesca de Tréport, en el canal de la Mancha. Si me deja consultar la estadística, le dejaré perplejo.

- En fin, doctor, ya que se empeña... Pero ya veremos. ¿Le dan miedo los rayos?

- ¿A mí? El rayo es mi amigo, es mi médico.

-¿Su médico?

- Sin duda. Aquí donde usted me ve, fui atacado por un rayo, en mi cama, el 31 de julio de 1867, estando en Kew, cerca de Londres, y el rayo me curó una parálisis del brazo derecho, rebelde a todos los esfuerzos de la medicina.

- ¿Me está tomando el pelo?

- Nada de eso. Es un tratamiento muy barato, tratamiento por la electricidad. Amigo mío, existen muchos ejemplos, verdaderos, que demuestran que el rayo sabe más que los doctores más sabios; su intervención es muy útil en casos desesperados.

- No importa –le dije–. Su médico me inspira poca confianza. ¡No le llamaré jamás!

- Porque no le ha visto ejercer. Escuche un ejemplo que recuerdo. En 1817, en Connecticut, un campesino que padecía de un asma tenida por incurable, fue herido por un rayo y quedó curado al momento. Un rayo pectoral. ¿Qué le parece?

En realidad, el doctor hubiera sido capaz de reducir el rayo a píldoras.

- Ríase usted, compañero, que no entiende una palabra de medicina ni de tormentas.”

De las 62 novelas que completan la serie de los Viajes Extraordinarios, Viajes y aventuras del capitán Hatteras (1866) es una de las más “meteorológicas”. Sus páginas están repletas de bellas descripciones de los paisajes polares, con numerosas referencias al tiempo reinante (condiciones extremas) durante el viaje que el intrépido marino inglés John Hatteras y sus hombres emprenden al Polo Norte.

Figura 9.- Las auroras boreales aparecen representadas en varias de las ilustraciones de Aventuras del capitán Hatteras (1866), como ésta dibujada por Édouard Riou.

En el capítulo XXIII de la primera parte de la obra (Los ingleses en el Polo Norte) leemos, por ejemplo, como los “primeros días de enero, la temperatura se mantuvo a 37 grados bajo cero. Hatteras esperaba con impaciencia una mejora del clima. Consultó varias veces el barómetro, aunque sabía que no podía fiarse de él, ya que en aquellas latitudes pierde, al parecer, su exactitud."

Algo más adelante, en ese mismo capítulo, Verne nos describe lo que hoy en día se conoce como una “lluvia de diamantes”, que es un fenómeno atmosférico típico de las regiones polares, consistente en la precipitación de pequeñísimos cristales de hielo, como consecuencia de la sublimación inversa (paso de gas a sólido) del vapor de agua presente en el aire.

"Al otro día, se emprendió la marcha con una temperatura fría, de 36 grados bajo cero, en una atmósfera pura. De pronto se levantó una especie de vapor congelado que alcanzó una altura de unos 30 metros y permaneció quieto. Aquel vapor se pegaba a los vestidos, cubriéndolos de agudos prismas, y no dejaba ver nada a un paso de distancia. Los expedicionarios sorprendidos por aquel fenómeno llamado humo helado, solo atinaron a tratar de reunirse, por lo que empezaron a llamarse unos a otros."

Las duras condiciones ambientales que padecen Hatteras y los suyos son descritas por Verne con gran realismo, haciéndonos partícipes de la historia. En el capítulo XXIV resume, con su habitual maestría, los bruscos cambios de tiempo que acontecen en latitudes altas ("El tiempo variaba con su movilidad habitual, pasando de un frío intenso a un estado de nebulosidad húmeda y penetrante"), mientras que en el XXV nos ilustra sobre las sensaciones que experimentan los sufridos exploradores polares (cuyos relatos seguro que devoraba):

"La luz procedente de los crepúsculos, reflejada por la nieve, abrasaba la vista.(…) Aquel resplandor uniforme ofende, embriaga y causa vértigos. La tierra parece faltar y no ofrece ningún punto de apoyo en el espacio ilimitado. La sensación que ocasiona es parecida a la del mareo."

“Más allá del círculo polar, la nieve alcanza una temperatura tan baja que no se puede coger con la mano, como no se puede tomar un pedazo de hierro al rojo. Existe entre esa nieve y el estómago una diferencia tal de temperatura, que su absorción produce verdadero ahogo. Los esquimales prefieren sufrir la peor sed a meter dentro de sus bocas aquella nieve, que no puede reemplazar al agua."

En la novela abundan, igualmente, las descripciones de fenómenos ópticos atmosféricos típicos de latitudes altas, tales como las auroras polares –todavía sin explicar cuando Verne escribió el relato–, los halos o los parhelios (soles falsos), acompañadas de unas magníficas ilustraciones de Édouard Riou y Henri de Montaut.

"El cielo, iluminado por un magnífico parhelio, despedía rayos pálidos que coloreaban la niebla, y las cimas de los icebergs parecían sobresalir como islas en medio de un mar de plata líquida. Los viajeros se hallaban dentro de un círculo que tenía menos de 35 metros de diámetro. La pureza de las capas de aire superiores, debida a una temperatura muy fría, hacía que sus voces se escucharan nítidamente..." (Cap. XXIII, Parte I)

En el capítulo XVI, también de esa primera parte, Verne pone en boca de uno de sus personajes una minuciosa explicación de las causas que provocan la formación de un halo con dos parhelios, para lo cuál recurre a la teoría del físico inglés Thomas Young (1773-1829) que, aunque ha sido ampliada más allá de los dominios de la óptica geométrica, mantiene su vigencia en la actualidad. La clave del asunto reside en la refracción y reflexión de la luz que tiene lugar cuando los rayos solares atraviesan los cristalitos de hielo que constituyen los cirroestratos (nubes altas).

Figura 10.- Los halos, soles falsos y círculos parhélicos aparecen en varios de los grabados originales de la novela Aventuras del capitán Hatteras, como en éste realizado por Édouard Riou.

Dos rarezas meteorológicas: el rayo verde y el rayo en bola

Sin abandonar los fenómenos ópticos que tienen lugar en la atmósfera, hay uno cuyo romanticismo y carácter legendario cautivó a Verne. Se trata del rayo verde, y en torno a él construyó un relato de título homónimo (El rayo verde, 1882), cuya acción se desarrolla en tierras escocesas. Se trata de la única novela de toda la producción verniana en cuyo título se cita de forma explícita un fenómeno meteorológico. En esta misma revista (Mundo Verne, nº 7 [septiembre-octubre de 2008]), Cristian Tello analiza los pormenores de la novela en su artículo “El romántico rayo verde”, y ofrece detalles sobre las características del fenómeno, apuntando una referencia al mismo en otra novela anterior de Verne (Las Indias negras, 1877) y en dos posteriores (Maravillosas  aventuras del maestro Antifer, 1894, y El faro del fin del mundo, 1905).

Verne contribuyó como el que más a popularizar este escurridizo fenómeno óptico, prácticamente desconocido por la mayoría de la gente de la época, extendió más allá de Escocia la leyenda del rayo verde –el enamoramiento más profundo y el descubrimiento del amor verdadero en aquellas parejas que logran observarlo juntas– y animó, sin pretenderlo, a los científicos a estudiar en profundidad el fenómeno. Hoy en día, el rayo verde sigue manteniendo parte de su carácter legendario, a pesar de contar, desde hace tiempo, con una explicación científica satisfactoria de las causas que lo originan (veáse, por ejemplo, “'Green Flash' – El destello verde” Jaime Miró-Granada Gelabert, revista digital RAM, nº 24; octubre 2004).

Al final de la novela, tras múltiples peripecias, los protagonistas logran observar durante una puesta de sol, bajo un cielo de “una pureza perfecta”, el tan ansiado rayo verde. La acción se localiza en la pequeña isla basáltica de Staffa, y Verne nos regala una de las descripciones meteorológicas más sugerentes de su vasta obra:

“El sol iba descendiendo con la rapidez que parece animarlo a llegar a la proximidad del mar. En la superficie de las aguas brillaba ya una larga estela plateada lanzada por el disco, cuya irradiación era aún insostenible. De aquel matiz oro viejo que ofrecía al caer, pasó al rojo cereza. Entornando los párpados veíanse brillar como espejos, rombos encarnados y círculos amarillos que se mezclaban y confundían como los fugitivos colores del caleidoscopio. Ligeras estrías onduladas producía rayas en aquella especie de cola de cometa trazada por la reverberación en la superficie de las aguas, y los ojos creían distinguir una lluvia de lentejuelas plateadas que se tornaban más pálidas al aproximarse a la orilla.

En toda la extensión del horizonte no había ni la más ligera nube, ni señales de bruma. Nada enturbiaba la limpidez de aquella línea circular, que parecía trazada con un compás de precisión.

Todos, inmóviles y más emocionados de lo que se pueda imaginar, miraban el disco solar que iba moviéndose oblicuamente hacia el horizonte, descendiendo cada vez más, hasta que pareció quedar suspendido un instante sobre el abismo. Luego la curva del disco empezó a desaparecer dentro del agua.

No había duda alguna sobre la presentación del fenómeno. ¡Nada turbaría aquella admirable puesta de sol! ¡Nada vendría a interceptar su último rayo!

No tardó en desaparecer la mitad del disco del sol detrás de la línea del horizonte. Algunos rayos luminosos lanzados como flechas de oro, brillaron un momento sobre las rocas de Staffa. Detrás de ellos, los acantilados de la isla de Mull y el monte de Ben More se tiñeron de púrpura.

Por fin sólo quedó un ligero segmento del arco superior flotando en el horizonte.

– ¡El rayo verde! ¡El rayo verde! - exclamaron al unísono los hermanos Melvill, la señora Bess y Partridge, cuyos ojos se habían impregnado por un cuarto de segundo con aquella incomparable tonalidad del último rayo de sol.”

Figuras 11 (izquierda.) y 12 (derecha).- Portada y portadilla interior de El rayo verde (1882), la única novela de toda la producción verniana que incorpora a su título el nombre de un fenómeno meteorológico.

Tal y como advierte Jaime Miró-Granada en el artículo referenciado con anterioridad, Verne anticipa en esta novela –probablemente sin pretenderlo– el “efecto mariposa”, destapado por primera vez por el meteorólogo Edward N. Lorenz, en 1962, cuando descubrió por azar lo que se ha dado en llamar el caos determinista –comportamiento en apariencia aleatorio que rige, entre otras muchas cosas, la dinámica atmosférica y la evolución del clima–. Lorenz planteó la siguiente pregunta: ¿El aleteo de una de una mariposa en Brasil puede originar un tornado en Texas?; Verne pone en boca del pintor y poeta Olivier Sinclair, en uno de los habituales enfrentamientos dialécticos con el científico Aristobulus Ursiclos, el siguiente comentario irónico: “(…) aquí tiene  usted otra [propuesta], que recomiendo muy especialmente a sus sabias meditaciones: 'De la influencia de los instrumentos de viento en la formación de las tempestades'.” (Cap. XV).

No es casualidad que Verne se recree en la descripción de rarezas meteorológicas como el rayo verde, ya que ejercían en él especial atracción aquellos asuntos situados en la frontera entre lo conocido y lo desconocido, sobre los que la ciencia no había dicho aún su última palabra. Verne conduce a menudo a sus personajes a lugares aún inexplorados (las regiones polares, los fondos marinos, el espacio…), sobre los que la mayoría de las cosas que se contaban eran puras especulaciones. Haciendo uso de su talento narrativo y apoyado en una imaginación desbordante, nos lleva de viaje, por ejemplo, al interior de la Tierra, haciéndonos partícipes de una historia a todas luces imposible, pero sorprendentemente verosímil.

En el capítulo XXXV de Viaje al centro de la Tierra (1864), Verne nos describe un rayo en bola, que podemos definir como “una masa globular, que avanza horizontalmente, relativamente pequeña, persistente, luminosa, ocasionalmente observada en la atmósfera y asociada a tormentas y rayos ordinarios” (“Rayo en bola: realidad o mito” Agustín Ezkurra e Iñigo Errazti, Euskonews & Media 204 [2003]). Tras iniciar su aventura subterránea en el cráter del Snaeffels (volcán extinguido situado al oeste de Islandia, convertido hoy en día en un reclamo turístico gracias a la novela), el profesor Lidenbrock, su sobrino Axel y el guía Hans, siguiendo las marcas dejadas por Arne Saknussemm, llegan a una gran cavidad, bajo la que se extiende un mar interior. Los protagonistas, decididos a cruzarlo, construyen una balsa, pero en plena travesía sufren la envestida de una terrible tormenta. En las anotaciones de Axel, correspondientes al domingo 23 de agosto, leemos lo siguiente:

“Somos arrastrados con una inconmensurable rapidez. (…) La tormenta no se calma. (…) Los relámpagos no cesan. Veo zigzags que, tras un fulgor rápido, vuelven de abajo a arriba y van a chocar contra la bóveda de granito. (…) Otros relámpagos se bifurcan o toman la forma de bolas de fuego que estallan como bombas. El estruendo general no para de crecer…

(…) No ha tenido tiempo su cabeza [la de Lidenbrock] de volver a levantarse, cuando un disco de fuego aparece al borde de la balsa. El mástil y la vela son arrancados de cuajo y los he visto elevarse a una altura prodigiosa…

(…) La bola, medio blanca, medio azulada, del grosor de una bomba de diez pulgadas, se pasea lentamente girando con una velocidad sorprendente bajo el impulso del huracán.

(…) Un olor a gas nitroso invade la atmósfera (…) La caída de ese globo eléctrico ha imantado todo el hierro que llevamos a bordo; los instrumentos, las herramientas… (…) los clavos de mi calzado se adhieren violentamente a una placa de hierro incrustada en la madera. ¡No puedo retirar mi pie!

Por fin, con un violento esfuerzo, lo arranco en el momento en que la bola iba a atraparlo en su movimiento giratorio y a arrastrarme con ella, si…

¡Ah, qué luz tan intensa! ¡El globo explota! ¡Estamos cubiertos por rayos de llamas!

Figura 13.- Grabado de Viaje al centro de la Tierra (1864), donde aparece representado un rayo en bola con su característica forma globular, como una esfera blanca brillante.

Conclusión

Nuestro particular recorrido meteorológico por las novelas de Jules Verne llega a su fin. Sirva este artículo y su antecesor (la parte I) como una pequeña muestra de la enorme cantidad de referencias al tiempo y al clima que encontraremos diseminadas por toda la obra de este genio de la literatura universal. Desde estas líneas le animo a que vaya descubriéndolas y ponga a funcionar su materia gris, ya que en palabras del propio Verne: “Cuando no se sabe qué decir, se habla del tiempo que ha hecho o del que hará. Tema inagotable, al alcance de todos los inteligentes”. Nada mejor que trasladarnos con la imaginación a esos “paisajes atmosféricos” que Verne nos describe con todo lujo de detalles en sus Viajes Extraordinarios, para acercarnos al fascinante mundo de la Meteorología.

Esta entrada se publicó en Reportajes en 02 Ene 2009 por Francisco Martín León