Entrevista del mes: José A. Delgado Delgado

Profesor Titular de Historia Antigua. Universidad de La Laguna. Líneas de investigación principales: religión de los romanos, adivinación clásica e historiografía de la Historia Antigua

¿Qué papel han desempeñado los fenómenos meteorológicos en el origen de las religiones?

La Naturaleza, tanto bajo su forma animada como inanimada, ha jugado siempre un papel central en las sociedades tradicionales, si bien su importancia no ha sido en todo momento bien entendida ni apreciada por los estudiosos del mundo occidental. La publicación de la obra de Charles Darwin On the Origin of Species (1859) supuso en este sentido una revolución no sólo para la Historia Natural, sino para disciplinas nacientes como la Sociología o la Antropología. Siguiendo los principios de la ‘evolución’, antropólogos y sociólogos supusieron que el hombre primitivo sentiría la necesidad de propiciar a las fuerzas vivas de la Naturaleza con rudimentarios actos de culto. Esta idea resultó muy atractiva a estudiosos de las religiones antiguas como Wilhelm Mannhardt (1831-1880), Edward Burnett Tylor (1832-1917) o James George Frazer (1854-1941), que elaboraron obras muy influyentes sobre el culto a las fuerzas y potencias de la Naturaleza. Aunque en la actualidad ningún historiador de las religiones da crédito todavía al animismo tyloriano o a los genios de la vegetación de Mannhardt, esas viejas ideas, al destacar el papel de la Naturaleza en las prácticas religiosas, han de reconocerse como precedentes de las investigaciones recientes que estudian los elementos naturales que forman parte de las tradiciones religiosas antiguas.

Ya en las fuentes más antiguas que poseemos de las sociedades complejas del Oriente Próximo o del mundo mediterráneo aparecen ciertos fenómenos meteorológicos o de carácter celeste - junto con unas determinadas especies animales y vegetales - en las prácticas cultuales y ceremonias de carácter público o cívico. Hemos de suponer, por tanto, que la Naturaleza, tanto bajo su forma animada como inanimada, sirvió desde siempre como intermediaria en la relación secular que los hombres mantuvieron con sus deidades.

Las autoridades de las sociedades de la Antigüedad aprendieron tempranamente a reconocer aquellos elementos del medio natural con los que habrían de honrar a sus dioses y que formarían parte íntima de las ceremonias religiosas oficiales. De esta manera seleccionaron y codificaron ya en su pasado más remoto la nómina de animales, plantas y fenómenos meteorológicos que emplearían o tendrían en cuenta en sus prácticas cultuales y determinaron igualmente su lugar y valor simbólico en esos contextos. En ocasiones, sin embargo, la naturaleza animal, vegetal o inanimada se presentaba ante los antiguo bajo formas extraordinarias o inusuales, al margen de la tradición ancestral. Se consideraba estos fenómenos como signos especialmente inquietantes, como prodigia que anunciaban una desestabilización en la relación de las ciudades con sus dioses.

También la Naturaleza proporcionó símbolos con los que identificar las funciones divinas y signos en los que reconocer la voluntad de sus divinidades. Los magistrados y sacerdotes aprendieron a reconocer aquellos elementos del medio natural a través de los que los dioses principales expresaba su influyente opinión sobre todos los asuntos que afectaban a la ciudades. De esta manera las autoridades públicas reconocían oficialmente algunos de sus más importantes signos adivinatorios en el comportamiento de ciertas especies animales, principalmente aves (auspicios), así como en las entrañas de animales sacrificados (extispicina) o en determinados fenómenos meteorológicos (prodigios).

¿Cuándo, dónde y por qué surgen las primeras prácticas adivinatorias basadas en la observación de los fenómenos naturales, en particular los meteorológicos?

Como ya he explicado, la Naturaleza animada e inanimada está ya incorporada a las prácticas religiosas oficiales de las sociedades complejas de la Antigüedad desde los tiempos más antiguos a los que nos permiten remontarnos nuestras fuentes.

En el mundo antiguo la adivinación formaba parte regular de las instituciones de gobierno y de la vida social, y todos los pueblos y estados solicitaban regularmente la opinión de sus dioses antes de tomar decisiones o emprender acciones que afectarían a la vida pública. Con el recurso a las prácticas adivinatorias los dirigentes públicos pretendían compartir con sus dioses las tareas de gobierno, hasta el punto de hacer descansar sobre ellos la responsabilidad última de las decisiones más graves.

Todos los pueblos de la Antigüedad que hicieron uso de algún género de adivinación en su vida pública contemplaron el signo adivinatorio como manifestación divina. En este sentido quisiera destacar especialmente que la casi totalidad de tales signos se reconocían exclusivamente en la naturaleza animal, vegetal o física. El medio natural era para los antiguos el espacio por excelencia en el que se expresaba la voluntad divina. Desde un tiempo inmemorial el hombre babilonio, asirio, hitita, griego, etrusco, romano o germano escrutó la Naturaleza en busca de los mensajes de aprobación, advertencia o prohibición que sus dioses le enviaban y que orientarían decisivamente el sentido de las acciones que se debían emprender. Con el tiempo cada uno de estos pueblos formalizó un canon de signos y una trama de criterios para su elucidación, llegando a determinar el lugar, función y valor de cada signo en el ordenamiento institucional de su comunidad. La nómina de los signos resultante de esa operación secular comprendía, entre los principales, las entrañas (hígado, pulmones, corazón, vesícula biliar o riñones) de animales sacrificados, el vuelo o graznido de determinadas especies de aves, fenómenos meteorológicos como el rayo, el trueno o el relámpago, ciertas manifestaciones celestes o terrestres de carácter extraordinario (eclipses, cometas, terremotos...) o contrarias a las ‘leyes de la naturaleza’ (niños o animales deformes de nacimiento...) y los astros (las estrellas ‘fijas’, el sol, la luna y los planetas).

¿Qué visión de la Meteorología tenían en la Antigua Roma?, ¿existía ya un interés por el conocimiento racional de los distintos fenómenos atmosféricos o solo les otorgaban un carácter divino, adivinatorio, etc.?

Meteorología es un término de origen griego que se empleó efectivamente en la Antigüedad para designar tanto el estudio de lo que se entiende en la actualidad como ‘fenómenos meteorológicos’ como la investigación de fenómenos vinculados más a la superficie terrestre, como mareas, volcanes o terremotos. Los trabajos de Aristóteles (Meteorología) y su escuela iniciaron lo que podríamos llamar la tradición de estudios científicos de la disciplina, que se prolongó por obra principalmente de estudiosos griegos de época helenística (como Teofrasto o Posidonio). Pero en las sociedades de la Antigüedad en general y la romana en particular, los fenómenos atmosféricos, o al menos algunos de ellos, tenían un valor religioso de la máxima importancia al margen de las especulaciones sobre su naturaleza física, pues eran considerados principalmente como signos de la voluntad divina.

Figura 1.- Estatuilla de bronce representando un harúspice etrusco. Siglo III a. C. Museo Gregoriano Etrusco (Ciudad del Vaticano).

¿Tomaron los romanos las ideas adivinatorias en los fenómenos meteorológicos observados de otros pueblos conquistados o fueron ellos los primeros en usarlos?

La adivinación como forma de conocimiento de la voluntad divina era una práctica extendida, como se ha dicho, en todas las sociedades complejas de la Antigüedad, por lo que no hay que entender la universalidad de esta práctica como un proceso de difusión cultural. Las diferentes prácticas adivinatorias que se conocen en cada pueblo, así como la diversidad de signos adivinatorios, tiene sobre todo que ver con la naturaleza del acto adivinatorio, variable según los contextos. Ahora bien, es cierto que la adivinación fundada en signos de carácter meteorológico tenía un especial prestigio en Mesopotamia y en Etruria, mientras que su uso era más restringido y marginal entre los romanos. Igualmente se constata que los romanos incorporaron a su propia tradición religiosa a harúspices etruscos especialistas en la interpretación – favorable o negativa – de los rayos (fig. 1).

¿Existían rituales religiosos en la Antigua Roma destinados a aplacar la ira de los dioses (en forma de adversidades meteorológicas)?

Determinadas manifestaciones celestes o terrestres de carácter extraordinario, inusual o anormal (como eclipses, cometas, terremotos, lluvia de piedras, sangre o leche, etc.), así como otras consideradas contrarias a las leyes de la naturaleza (nacimientos de animales o niños deformes o monstruosos, animales parlantes) eran catalogadas como ‘prodigios’ (térata, prodigia), es decir, signos a través de los cuales las divinidades manifestaban su descontento con los hombres. Ante su presencia, los humanos debían encontrar los remedios rituales para expiarlos y asegurar de nuevo la concordia con los dioses:

En Roma, la constatación de un prodigio era interpretada como una desestabilización de la relación entre el cuerpo cívico y sus dioses, una ruptura de la pax deorum. Estos signos se multiplicaban especialmente en momentos o periodos de gran ansiedad, tensión y miedo generalizados, tales como hambrunas, plagas o guerras. Durante la guerra anibálica (218-202 a. C.), por ejemplo, el historiador romano Tito Livio señala 19 casos, distribuidos regularmente a lo largo de todo el conflicto bélico. La expiación de los prodigios (procuratio prodigiorum) era un asunto de estado y seguía unos cauces institucionales precisos. Una vez anunciada la presencia de prodigios, un magistrado competente (normalmente un cónsul) convocaba al Senado y le presentaba la cuestión para que decidiera la conveniencia de su aceptación; los aceptados entraban en la categoría de ‘prodigios públicos’. A partir de ese momento, el senado tenía la potestad de ordenar directamente la celebración de los ritos expiatorios pertinentes o bien consultar y requerir la colaboración de los sacerdotes competentes en esta materia: pontífices, quindecénviros y harúspices.

¿A qué fenómenos meteorológicos prestaban atención los romanos para sus fines adivinatorios?, ¿cómo los usaban?

Entre los fenómenos meteorológicos con especial relevancia adivinatoria para los antiguos se cuentan el rayo, el trueno y el relámpago. Los grandes dioses vinculados al dominio celeste (como Zeus, entre los griegos, Júpiter, entre los romanos, o Tinia, entre los etruscos) estaban generalmente asociados de forma solidaria a tales fenómenos, hasta el punto de que formaban parte de su misma naturaleza, constituyéndose en sus atributos característicos y en signos de su voluntad (fig. 2).

Figura 2.- Camafeo de sardónice. Júpiter con cetro en la mano izquierda y rayo en la derecha; águila a sus pies. Siglos I-II d. C. Gabinete de Medallas (París).

Según la doctrinal fulgural de los etruscos, en la evaluación de estos signos era fundamental un conocimiento preciso de la bóveda celeste (que dividían en 16 regiones), teniéndose en cuenta, además, variables como la dirección e intensidad del signo, el momento del día en que se observaba o, en su caso, la categoría del lugar (o persona) afectado. Plinio el Viejo (Historia Natural, II, 142-144) explica que los etruscos.

«Consideran favorables los [rayos] de la izquierda, ya que por esa parte del mundo está el naciente. No se atiende tanto a su llegada como a su retorno: si a consecuencia del choque echan fuego, o si despiden un soplo cuando ha concluido el efecto o cuando se ha apagado el fuego. Los etruscos dividieron al respecto el cielo en dieciséis partes: la primera es desde el septentrión hasta el naciente equinoccial, la segunda hasta el mediodía, la tercera hasta el poniente equinoccial, la cuarta ocupa lo que queda desde el poniente hasta el septentrión. A su vez subdividieron cada una de éstas en otras cuatro partes; a ocho de ellas a partir del naciente, las denominaron ‘izquierdas’ y a las equivalentes del lado contrario, ‘derechas’. Son particularmente hostiles las que llegan al septentrión desde el poniente. Por eso, es muy importante de dónde vienen los rayos y hacia dónde se retiran. Lo mejor es que vuelvan a las partes del naciente, así que, cuando proceden de la primera parte del cielo y tornan a la misma, se pronostica la felicidad suprema... Las demás partes son menos favorables o perjudiciales según su lugar en el cielo». (fig. 3).

Ante la caída de un rayo, los harúspices especialistas en esta materia (fulguriatores) oficiaban una ceremonia ritual compleja que implicaba tres fases o actos fundamentales: a) exploratio (o consultatio), o determinación de la naturaleza del fenómeno, donde se estudiaba, entre otras circunstancias, la categoría de la persona o lugar fulminados (público / privado; religioso / civil), el momento del día en que caía el rayo y al dios al que había que asignarlo; b) interpretatio, o evaluación del carácter favorable o no del rayo (fulgura bona aut mala) y, en su caso, su sentido fatídico; c) procuratio (o exoratio), donde se procedía a la expiación propiamente dicha, cuyo momento central era el rito denominado “enterrar el rayo” (fulmen / fulgur condere / conditum) (fig. 4).

Figura 3.- Formas de los rayos etruscos según la evidencia figurada. Dibujos de A. J. Pfiffig, Die Etruskische Religion, Graz, 1975.

Entre los romanos, para la evaluación favorable o negativa de estos signos se tenía en cuenta la dirección desde la que procedían y el tipo de ceremonia en que se manifestaban. Así, según los libros augurales no estaba permitido celebrar comicios cuando Júpiter enviaba truenos o relámpagos, explicando Cicerón (Sobre la adivinación, II, 42-43) que esos signos eran negativos sólo en ese contexto, mientras que para cualquier otro asunto público y cuando procedían de la izquierda eran el mejor auspicio.

Figura 4.- Fragmento de inscripción procedente de Vulci (hoy Viterbo, Italia), con el texto [fulgur] conditum. Museo Nacional de Vulci.

¿Existe algún libro de la época clásica que aborde específicamente todos los rituales y prácticas protectoras, adivinatorias, etc. en torno a las tormentas o los fenómenos meteorológicos adversos, en general? ¿Había una clase sacerdotal experta en la interpretación?

Precisamente, la relativa abundancia de fuentes es otro factor de gran importancia a la hora de considerar la Antigüedad como territorio privilegiado para la investigación de la adivinación. Los trabajos arqueológicos y epigráficos en las bibliotecas y archivos de los centros palaciales del Próximo Oriente están descubriendo a la comunidad científica la literatura técnica específica de los pueblos de esa región. Se trata de documentos oficiales que recogen la práctica pública de la adivinación, por lo que son fuentes primarias de gran valor para el estudioso. La riqueza de esta documentación queda de manifiesto en las más de 300 obras consagradas a la adivinación catalogadas hasta ahora en la que fuera biblioteca del rey asirio Asurbanipal (669-631 a. C.). En cuanto a las fuentes griegas y latinas, es la tradición literaria la que aporta la evidencia más rica e informativa, si bien cierto material arqueológico y papirológico y, sobre todo, un número creciente de inscripciones están contribuyendo decisivamente a un conocimiento más preciso y detallado de determinadas formas de adivinación, particularmente la oracular. Pero frente al carácter oficial de la documentación mesopotámica, la tradición literaria es toda ella de producción privada, por lo que en sentido propio hay que considerarla fuente secundaria en lo que respecta al estudio de las formas públicas de adivinación en Grecia y Roma. De ella destaca especialmente la obra de Cicerón titulada Sobre la adivinación (De divinatione), escrita hacia el final de su vida, entre los años 45 y 44 a. e. Sin ser realmente un tratado técnico, presenta una discusión con vocación sistematizadora sobre las distintas formas de adivinación y los principios que las fundamentan que por su extensión, prolijidad y conocimiento no se encuentra en ningún otro autor.

El reconocimiento de los signos adivinatorios se fue estableciendo empíricamente en cada cultura a través de un largo proceso de observación que culminó con la formación de un corpus canónico. Se trata de una operación inductiva a través de la que se llegó a determinar la identidad precisa de cada signo y su lugar, función y valor en el ordenamiento institucional de la comunidad, estableciéndose la relación entre los signos y los dioses, la solidaridad de cada uno de ellos con la celebración de determinados actos públicos y el procedimiento formal por el que debían ser solicitados, obtenidos y dilucidados. La interpretación histórica de los signos adivinatorios, en consecuencia, no se fundaba tanto en las deducciones derivadas del examen concreto de cada uno de ellos (decisivas sólo en el caso de que tal signo jamás se hubiera constatado con anterioridad) como en la aplicación de los principios doctrinales contenidos en el corpus canónico.

La nómina de signos reconocidos oficialmente no fue nunca, naturalmente, una lista cerrada, pues siempre se contempló la posibilidad de la incorporación de nuevos signos (o nuevos procedimientos para su interpretación) en función de las necesidades que imponía el devenir histórico.

La necesidad de conservar, explicar, aplicar y, en su caso, actualizar este conocimiento tan especializado y técnico, sometido a una rígida y compleja trama de normas y leyes, exigió la formación de cuerpos de expertos, que se conocen en todos los pueblos y Estados antiguos. Entre los etruscos existía una categoría específica de harúspices competentes en materia de rayos llamados fulguriatores. Entre los romanos eran los sacerdotes bidentales quienes tenían un papel particular en las ceremonias de expiación de rayos, vinculados particularmente al rito de ‘enterrar el rayo’ o fulmen condere (el monumento que se levantaba en el lugar fulminado se denominaba precisamente bidental) (fig. 5).

Figura 5.- Bidental con inscripción fulg(ur) c(onditum). Museo Nacional de Ljubljana (Eslovenia).

¿Cuándo fue la época de mayor esplendor del arte de la adivinación “meteorológica”? ¿Por qué decayó o desapareció?

Las prácticas adivinatorias se documentan regularmente a lo largo de toda la Antigüedad, como cabría esperar a tenor del enorme conservadurismo que caracteriza todas las religiones de las sociedades antiguas, y especialmente la romana. En este último caso se reconocen todavía en épocas tan tardías como los siglos IV y V d. C., si bien la propia naturaleza de las fuentes de conocimiento (concentradas especialmente en la República Tardía o comienzos de la era Imperial) pudiera hacer creer que ya en ese periodo son menos relevantes o tienen menos vigor. No se puede hablar, por tanto y en sentido propio, de momentos de ‘esplendor’ o ‘decadencia’ de tales prácticas adivinatorias. La adivinación clásica desaparece y su práctica se extingue sólo cuando el modelo político, social e ideológico que la sustenta, que no es otro que el de la Ciudad Antigua de la que hablaba Fustel de Coulanges, se vea sustituido por otro ya bien distinto a partir del siglo V d. C.

¿Podría poner algunos ejemplos de algunas decisiones tomadas por la aparición elementos meteorológicos singulares?

Uno de los casos históricos más impresionantes por la magnitud del programa ritual puesto en marcha por los romanos se registró en el año 207 a. de C., en plena guerra de Aníbal. Vale la pena reproducir el episodio completo tal como lo ha transmitido el historiador Tito Livio (Historia de Roma, XXVII, 37):


«Antes de que los cónsules se pusieran en marcha, se celebró una novena sacra porque en Veyes había llovido pedrisco. En seguida de la noticia de este primer prodigio, como suele pasar, se fueron comunicando también otros: cayeron rayos en Minturno sobre el templo de Júpiter y en el bosque sagrado de Marica y, asimismo en Atela, sobre la muralla y la puerta. Los de Minturno añadían que un arroyo de sangre, lo cual sería espantoso, había fluido en la puerta de la ciudad, y en Capua un lobo, atravesando la puerta por la noche, había despedazado al centinela. Estos prodigios fueron expiados con la inmolación de animales adultos, y a tenor de un decreto de los pontífices se celebró una súplica por un solo día. Después, de nuevo fue reanudada la novena sacra, porque en el Armilustro se había visto llover piedras. Liberados los corazones del temor religioso, volvió a conmoverlos la noticia de que en Fronsinone había nacido un niño tan grande como si tuviera cuatro años de edad, y no era tan impresionante su tamaño como la ambigüedad de sexo de este recién nacido, como el de Sinuesa dos años antes. Los harúspices llamados desde Etruria señalaron que este prodigio era abominable y nefando; que tras expulsarlo de territorio romano, debía ser hundido en las profundidades lejos del contacto con la tierra: lo encerraron vivo en un arcón y, tras llevarlo lejos, lo tiraron al mar. Asimismo los pontífices decretaron que tres grupos de nueve vírgenes, en procesión por toda la ciudad, fueran cantando un himno. Cuando estas doncellas, en el templo de Júpiter Estátor, estaban aprendiéndose el himno que había compuesto el poeta Livio, cayó un rayo del cielo contra el templo de Juno Reina sobre el monte Aventino, y puesto que los harúspices respondieron que este prodigio atañía a las madres de familia y que debían aplacar a la diosa con una ofrenda, por un edicto de los ediles curules fueron convocadas en el Capitolio todas aquellas que tuvieran domicilio en Roma y dentro del perímetro de diez millas alrededor de la ciudad; ellas mismas eligieron una comisión de veinticinco matronas para hacer la colecta de aportaciones procedentes de sus dotes. Después, fue fabricada una vasija de oro y llevada como ofrenda al Aventino, y las matronas hicieron sacrificios con pureza y religiosidad. En seguida, en honor de esta misma diosa, los decénviros señalaron un día para otro sacrificio, cuyo orden fue el siguiente: desde el templo de Apolo fueron conducidas dos vacas blancas por la puerta Carmental hasta la ciudad; detrás de éstas portaban dos imágenes de Juno Reina hechas de madera de ciprés; luego, las veintisiete vírgenes, vestidas de largas túnicas, marchaban entonando el himno en honor de Juno Reina, que quizá en aquella época fuera digno de elogio para aquellos rudos ingenios, mas ahora, si fuera reproducido, parecería desagradable y sin valor estético; detrás de las filas de la vírgenes iban los decénviros, coronados de laurel vistiendo la toga pretexta; desde la puerta Carmental, a través del barrio Jugario llegaron al foro; en el foro se detuvo la procesión, y pasándose una cuerda entre las manos, las vírgenes desfilaron acompasando el son del canto con el ritmo de sus pasos. Después, a través del barrio etrusco y del Velabro continuaron por medio del foro Boario hacia la cuesta Publicia y hasta el templo de Juno Reina. Allí, los decénviros inmolaron las dos víctimas e introdujeron las tallas de madera de ciprés en su santuario».

¿Tiene una línea de investigación en estos temas? ¿Dónde están las fuentes históricas que consulta?

Sí, efectivamente. En la Universidad de la Laguna un grupo de profesores hemos creado una línea de investigación centrada en la Historia de las Religiones, con particular atención a las Religiones de la Antigüedad, en la que estamos trabajando ya desde hace dos décadas. En este contexto, he orientado mis intereses académicos hacia el estudio de la adivinación clásica y, más concretamente, hacia la indagación de los principios y fundamentos teóricos que la sustentan.

En cuanto a las fuentes de conocimiento, y completando lo ya dicho en alguna pregunta anterior, es la evidencia textual la que aportan la información más valiosa. De esta manera las inscripciones procedentes de los principales santuarios del mundo griego son una fuente de inestimable valor para el estudio de la adivinación oracular, mientras que las obras históricas de autores como Herodoto, Tucídides, Jenofonte o Tito Livio, así como los tratados técnicos de anticuarios o gramáticos, documentan la mayor parte de los detalles acerca de los contextos históricos, procedimientos y agentes implicados.

Bibliografía (del autor):

  • “Miedo al rayo, expiación y el problema de los sacerdotes bidentales en la religión romana”, en F. Diez de Velasco (ed.), Miedo y religión, Madrid (Ed. del Orto), 2002, 245-256.
  • “Publica Divinatio. Consideraciones metodológicas y teóricas para el estudio de la adivinación oficial en la Antigüedad”, Bandue 3, 2009, 99-121.
  • “Quinque genera signorum. Naturaleza y adivinación en la Roma antigua”, en S. Montero, Mª. C. Cardete (eds.), Naturaleza y religión en el Mundo Clásico. Usos y abusos del medio natural, Madrid (Signifer Libros), 2010, 233-248.
  • Adivinación y Astrología en el Mundo Antiguo. Las Palmas de Gran Canaria (Fundación Canaria Mapfre Guanarteme), 2014 (junto con A. Pérez Jiménez).

Nota de la RAM. Queremos agradecer a José A. Delgado Delgado su amabilidad por esta interesante entrevista.

Esta entrada se publicó en Entrevistas en 01 Dic 2015 por Francisco Martín León