El temporal de Santa Catalina en La Palma - III. En el mar

Texto enviado por:  Gloria Jiménez Alonso   Palabras clave: meteorología histórica, temporal, viento, oleaje, La Palma, 1879.  Nota de la RAM. Recogeos los testimonios de un temporal acahecido en el siglo XIX en la isla de La Palma. Ver más detalles en anteriores RAM de noviembre y diciembre de 2007. 

No me equivoqué nunca, ya que los venteaba como un perro podenco a su pieza, así que al siguiente día ya empezó el cielo a llenarse de celajería y la mar a encresparse, apareciendo por un punto del horizonte la típica cargazón que fué extendiéndose y extendiéndose alarmantemente, saltándosenos el viento del tercer cuadrante, de donde hacía algunos días nos venía soplando, al segundo, del S. E. al E., barómetro en descenso, horizontes cargados, etc., pudiendo precisar perfectamente la demora del vórtice al S. 0., por lo que nos preparamos, calando masteleros y echando a cubierta juanetes y sobres, quedándonos en capa corrida en rumbos del primer cuadrante para procurar alejarnos lo más posible de este tan terrible enemigo. Hacía solamente unos diez días de nuestra salida de La Habana y estábamos todavía a la altura de las islas Bermudas, encerrados entre éstas y la costa de Norteamérica, en un sitio peligrosísimo, en malísimas condiciones para maniobrar y correr a su tiempo al rumbo que nos convenga; mas como en la mar no se puede escoger en estos casos la situación que uno desea, sino que hay que aceptar la batalla en donde el enemigo quiera dárnosla, allí tuvimos que aguantarla y aguzar nuestro ingenio poniendo en práctica todos nuestros recursos para ver cómo podíamos salir de aquel atolladero. Pero la furia de los elementos desencadenados nos llegó pronto a bordo y ya después de un día de enorme lucha me convencí de que ni el barco ni nosotros podíamos resistir más aquel infierno que veníamos aguantando cerrados en capa, ya que al correr con rumbo del primer cuadrante nos encontrábamos con el riesgo de destrozarnos contra los peligrosos cantiles de la sonda de las islas Bermudas, de las que no estábamos muy lejos.
 
Las mares encontradas se sucedían saltando constantemente dentro del barco, de tal forma, que algunas veces no sabíamos si estábamos a bordo o en la misma mar, y la intensidad del tiempo, lejos de amainar, cada vez arreciaba con más violencia destrozando todo lo que encontrara a su paso, esperando el momento en que nos hiciera una grave avería en la boca escotilla, rompiendo brazolas o cuarteles y nos inundara la bodega, con lo que hubiera sido inevitable el hundimiento.
 
Nunca supe lo que era miedo en mar abierta, en donde soporté, como el primero, terribles tempestades de todas clases durante los muchos años de mi vida sobre las olas, sin que ni se me alteraran mis nervios, ni mucho menos pasara por mí imaginación la idea de que me fuera a ahogar; pero cuando nos encontrábamos cerca de alguna costa, máxime si estábamos empeñados en ella, jamás pude dormir, y estaba siempre ojo alerta, pendiente de todo, pues me causaba horror pensar en ser aconchados sobre ésta y destrozados por la furia de aquellas mares que yo tantas veces he visto reventar bravas sobre los acantilados y engrifados riscos de las orillas, batiendo con intensidad indescriptible.
 
Por no querer separarme un momento de los timoneles, se me ocurrió mandar al piloto a mi camarote a que me trajera la altura barométrica, ya que yo tenía la anterior en mi memoria, con la malísima suerte de que a aquel guanajo, en un intenso bandazo, para no caerse, todo lo que se le ocurrió fué agarrarse al barómetro que cayó partido en dos al suelo. Cuando subió y me lo dijo creí volverme loco del disgusto y la cólera que me produjo, que nunca he tenido más ganas de partirle la cabeza con una cabilla a aquel mentecato, que en aquellos angustiosos instantes. Se me iban sumando contrariedades y ésta era verdaderamente gorda y grave, pues sin barómetros y con la que teníamos encima me faltaba mi mejor consejero y amigo.
 
Hacía ya cinco días que casi ni comía ni había dormido un solo minuto y no sé si por este estado mío, contra mi manera de ser fuerte y resistente, que nunca supe lo que era cansancio, estaba de esta vez completamente agotado y hasta apocado, o porque en realidad había motivos para ello, lo cierto es que también, contra de mi manera de ser y de pensar en otras ocasiones semejantes, de esta vez se me metió en la cabeza y hasta me llegué a convencer de que el barco no podría resistir este horrible huracán más tiempo cerrado en capa y que irremisiblemente aquél iba a ser el último día de mi vida, destrozado contra las costas de aquellas Islas que allí teníamos tan cerca.
 
Siempre he dicho que a nuestra imaginación le hace falta un potente freno para contenerla cuando se desborda, o una buena rueda de timón para poder guiarla al rumbo que a uno le convenga y le apetezca, como hacemos con los barcos, evitando que, loca, sin gobierno, como muchas veces se pone, ni la podamos detener cuando no queramos que siga mortificándonos, ni mucho menos hacer enfilar la línea de fe de su bitácora al rumbo deseado por nosotros, haciéndola apartarse de sus pensamientos e ideas desagradables que, queramos o no, se empecía muchas veces en hacernos recordar, contemplar y retener, al parecer gozándose en el malestar y desagrado que esto nos produce. También he dicho que como yo pudiera disponer de los minutos necesarios, no había de morir ahogado y mucho menos destrozado contra las rocas, pues me he imaginado cuánto se debe sufrir con esta muerte; y como estaba convencido viendo que de un momento a otro llegaría lo inevitable, bajé a mi camarote a buscar mi revólver para tenerlo a mano y levantarme la tapa de los sesos cuando viera ya todo completamente perdido; y cuando ya dentro de éste y con el revólver en mi mano quise salir otra vez a cubierta, por esas cosas raras que piensa uno sin querer con nuestra imaginación desbordada, máxime en momentos de intensa excitación nerviosa o depresión *de ánimo, se me ocurrió la tontería de averiguar el nombre de] Santo del día en que iba a morir y volví para atrás abrí la gaveta de mi mesa de trabajo de donde cogí el almanaque, y leí 4 de octubre, San Francisco de Asís, nombre del Santo de la fecha de aquel memorable y triste día; y entonces, pensando en este Santo y en esta procesión que tantas veces había visto en mi niñez y en mi juventud, y bajo un intenso escalofrío que corrió en aquel momento por toda la piel de mi cuerpo, al levantar nuevamente la cabeza y mi vista del almanaque, me pareció ver en la penumbra de una esquina de mi camarote como una nebulosidad dentro de la cual quería como distinguirse cierta figura corpórea que lentamente fué aclarándose hasta llegar a ver claramente la misma imagen que acaba de pasar en procesión ante nosotros; y tan clara y tan en la realidad la vi, que fui hacia ella con mi brazo derecho extendido para palpar con mi mano aquella visión y convencerme de si era verdaderamente real aquella imagen o producto de mi exaltada y debilitada imaginación. Como era natural y lógico, mi mano llegó hasta palpar aquella esquina sin encontrar por todas partes másque tablas de la madera con que estaba formada, y por lo tanto allí no había nada de lo que yo tan claramente había visto y estaba aún viendo persistente en mi retina, según yo pensaba, hasta que, en mi abstracción, un fuerte bandazo del barco me hizo perder el equilibrio, y como tenía todavía mi mano derecha ocupada en aquellas exploraciones y no me dió tiempo a emplearla con la rapidez necesaria para agarrarme a lo primero que encontrara y no caerme, fui violentamente lanzado al otro extremo de mi camarote, cayendo al suelo como un costal y dándome un fuerte golpe en mi cabeza contra el frente de mi litera, que me produjo intenso dolor.
 
Fui siempre muy ágil, y de un salto recuerdo haberme incorporado rápidamente, y cuando agarrándome fuertemente y aun medio aturdido por el fuerte golpazo me encontré de nuevo en pie, enormemente excitado portodo lo que me estaba ocurriendo, por más que con gran insistencia volví a dirigir y fijar mi vista en aquella esquina, ya no pude ver nada más de lo que momentos antes tan claro distinguí, por lo cual, renacida de nuevo la calma a mi espíritu, ya que llegué hasta pensar si me iría a volver loco, fácilmente comprendí que todo había sido producto de la fantasía de mi imaginación que, sin freno, se había lanzado en vertiginosa carrera llevándome hasta donde su capricho me quiso hacer llegar; pero fueron tan fuertes y tristes todos aquellos momentos y quedó tan grabado en mi espíritu y tan fuertemente este suceso, que aunque supongo que sólo duraría breves instantes, estuvieron vividos con tal intensidad, que hoy me parece duraron una eternidad, y tal rastro me dejaron unido con el recuerdo, que a pesar de los años transcurridos ya ves cómo no lo he podido olvidar, porque en el momento que veo esta procesión, mi espíritu, quieras que no, se traslada en rápida marcha retrospectiva a aquellos tristes minutos de mi vida que no olvidaré jamás. Así que ya habrás quedado tranquilo y satisfecha tu curiosidad.
 
Pero no era exacta esta afirmación; no podía quedar de ninguna manera tranquilo, puesto que yo, que vivía sus interesantes relatos, me sentía durante ellos sobre la cubierta del barco y no podía olvidar que cuando él bajó a su camarote por el revólver el barco quedó en capa cerrada aguantando porrazos de mar en inminente peligro de hundirse, y esto era para mí más interesante que todo lo demás, por lo que quería saber en qué había parado todo aquello, con las maniobras mandadas y rumbos gobernados, así de cómo había terminado este viaje; en una palabra, yo quería que me lo dejara completamente fondeado y hasta arrejerado y en este puerto, y allí empezaron a salir las afiladas flechas de mi ballesta lanzadas certeramente, llevando envuel­tas las preguntas, inquiriendo más noticias y detalles so­bre el resto e incidentes de aquel accidentado viaje. Y aquel pobre viejo, tan bueno que nunca se cansaba de complacerme ni tampoco de contarme, a veces repetidamente, los acaecimientos y episodios de su activa vida de mar, amablemente me dijo:
 
Un huracán tarda en llegar a nosotros, y a veces tarda quizá mucho tiempo machacándonos; pero cuando se cansa de molestarnos, fastidiarnos y amargarnos la vida y se decida a dejarnos en paz, en muy pocas horas desaparece y sigue su trágico camino llevando su obra destructora a otros parajes de su gusto y por lo tanto a aquél debimos haberle causado lástima, porque nos de­jó, rolando nuevamente el viento al tercer cuadrante, con lo cual pudimos, por lo menos, maniobrar y gober­nar a otro rumbo, convencidos de que ya no nos cogería su peligroso vórtice, pues aunque la mar todavía seguía bastanteencrespada, como siempre sucede, ya el barco podía defenderse de ella y había por lo tanto pasado aquel grave peligro; pero estábamos todavía casi al principio del viaje y teníamos por lo tanto muchas millas a la proa que recorrer, saltándonos el tiempo otra vez al primer cuadrante, en donde se afirmó de tal manera y durante tantos días, que ventándonos siempre a la proa, llegué a perder las esperanzas de poder rendir el viaje, y así, a duras penas y a fuerza de bordadas, logra­mos montar o encabalgar, como decía Colón, las Azores y echamos rumbo al sur, tan contentos, ya que veía­mos que en pocos días más estaríamos en nuestras casas; mas así es la mar, como te he dicho muchas veces. Avistada la isla de Madera, vuelta el viento a saltarnos al S. y S. 0., dándonos duro por nuestras narices y por las del barco, pudiendo, a pesar de todo, bien cerrados de orza, apurando la bolina a lo más que nos diera nuestro aparejo y en constantes y largas borbadas, acercarnos al norte de esta Isla buscando en la altura de las costas de su naciente, el socaire de estos tiempos que casi siempre se encuentra en la bahía de La Galga, en esta Isla; pero como la mala suerte de este maldito viaje había de seguir acompañándonos hasta el final, cuando llegamos a llevar por la proa Punta Cumplida y su faro a la vista y ya nos creíamos metidos dentro del abrigo que buscábamos, súbitamente otro cambio de tiempo al segundo cuadrante ventando duro del S. S. E. y lesueste, con cuyos vientos y la mar gruesa que levanta no se puede uno acercar por aquellos alrededores, nos vimos obligados a virar de bordo hacia el norte de la Isla, pero mar afuera, temiendo quedarnos encalmados en otro posible y brusco salto, a pesar de todo lo cual y de nuestra previsión y precauciones caímos en esta nueva contrariedad y ratonera, al cogernos aquel raro recalmón, que pudo tener funestas consecuencias para nosotros.
 
El viento de este segundo cuadrante, ya al abrigo de la Isla, no nos soplaba muy fuerte, e inclusive nos permitía portar y soportar casi todo el aparejo; pero inesperadamente se nos quedó completamente calmo, dejando sin embargo, aquella gruesa mar tendida de leva que yo, en aquella forma, no había visto nunca.
 
Con esta gruesa mar y sin viento que nos diera arrancada, el barco atravesado, empezó a dar bandazos de una graduación inconcebible, aumentados por la gran arboladura que sabes tiene La Verdad, y la enorme guinda de sus palos, pues ya te he dicho que el Mayor mide 40 metros, y si a esto le unimos el efecto de su velamen, hasta entonces todo largo, atochado por la falta de viento, contra sus palos y vergas, fácilmente podrás comprender que casi no nos era posible aguantarnos en pie sobre cubierta y que a bordo no quedó títere con cabeza, destrozando en la cámara cuantos platos y vasos de cristal había al servicio, y hasta de la cocina recuerdo que salió por una de sus puertas, lanzado como una bala de cañón, el caldero con el rancho para la lente, que estaba sobre el fogón.
 
Los gualdrapazos de las velas y el estampido de éstas contra los palos producían un ruido atronador, y temiendo una avería mandé enseguida a cargar y aferrar algunas, para evitar averías y ver si así se amenguaba la intensidad de los bandazos. Pero todo esto comprenderás que me tenía completamente sin cuidado, hasta que en uno de esos dichos bandazos vi que reventó el primer acollador de las burdas de¡ Mayor, que se repuso inmediatamente, y sin dejarnos tiempo para pensarlo, otro bandazo reventó el otro de la otra banda, y luego la emprendió con los de los obenques y casi no nos daba tiempo, toda la gente empleada en ésto, de repararlos o sustituirlos, y en uno de ellos saltaron todos los de una banda, menos uno que milagrosamente resistió un buen rato, pero al faltar éstos y por lo tanto quedar en banda toda la jarcia y obencadura de estribor, el palo se inclinó completamente sobre la otra banda, y su enorme peso, más la gruesa mar, hizo que el barco se quedara completamente escorado sobre babor con toda esta banda debajo del agua, completamente dormido sin poderse adrizar, alarmante posición que hizo pensar a la gente que íbamos a dar la voltereta; y bajo esta impresión y pensamiento empezaron a gritar como locos, medio fuera de sí:
 
- ¡A picar el palo! ¡A picar el palo!
 
A fuerza de gritos, amenazas e interjecciones logré calmarlos unos instantes mandándoles preparar un aparejillo auxiliar que reemplazase de momento el efecto de los acolladores, hasta que nos diera tiempo de arrancharlos de nuevo y nos aguantase el palo sin partirse porla fogonadura, que era lo que yo temía, pues nunca pude pensar en que mi gran barco no pudiese resistir aquella escora y aun mayor.
 
Toda mi gente obedeció enseguida y todos trabajaban como fieras preparando la maniobra mandada; pero en esto, y sin tiempo para más, otra nueva recalcada del barco le hace reventar el único acollador hasta entonces ileso, y al torcerse e inclinarse aún más el palo, sobre aquella repetida banda, la escora aumentó hasta tal punto, que ya no era sólo la regala lo que tenía metida debajo del agua, sino que ésta llegaba a medio barco, enorme escora producida, no solamente por todo el peso del palo y vergas inclinado sobre dicha banda, sino por aquellas grandes masas de agua que en forma de mares bobas y crecidas nos batían la banda de estribor, y entonces ocurrió una cosa para mí muy desagradable, que no cuento nunca, porque cada vez que lo recuerdo me da un intenso escalofrío y se me ponen los pelos de punta.
 
Mi hermano Mauricio, a quien tú conoces, ya ahora el pobre enfermo, inútil y medio baldado, estaba en esa época navegando conmigo, pues aunque no fué náutico tenía gran práctica en la mar y me ayudaba mucho y aun descansaba en las guardias, por que tenía gran confianza en él por su inteligencia y experiencia. Yo siempre lo quise mucho, no solamente porque ha sido una buena persona y muy cariñoso conmigo, sino por­que nos ocurría una cosa verdaderamente rara. Era él unos años más viejo que yo y sin embargo nos pasaba todo lo contrario de lo que en casos semejantes suele ocurrir. En vez de ser yo quien le guardara ese respeto y obediencia que siempre el familiar de más edad, a falta del padre, inspira, era él, por el contrario, quien me lo guardaba a mí, seguramente por haberse acos­tumbrado a navegar bajo mis órdenes y a verme siem­pre mandando barco.
 
Pero en este caso el miedo y el instinto de conser­vación pudieron más que todos los convencionalismos humanos, pues cuando se desboca y perdida la sereni­dad llega a dominarnos, somos capaces de cometer las mayores atrocidades, ya que dejamos de ser personas para convertirnos en verdaderas bestias, guiando enton­ces nuestros pasos no ya la persona racional, sino la fiera humana, mucho mas temible que la de los bosques, y no digamos nada si esto ocurre no a una aislada, sino a un grupo de éstas a quienes conjuntamente se les in­yecte miedo y que llegue a dominarles el pánico, pues esto es verdaderamente horrible, como lo hemos visto, por ejemplo en el incendio de un teatro que han lle­gado a matar y pisotear a inocentes niños y mujeres in­defensas, dominados por el terror más espantoso. Pues bien, algo de eso ocurrió allí. Cuando vieron y se die­ron cuenta de la alarmante posición del barco, ya nadie se acordó de que a bordo existía todavía un capitán responsable que sabía lo que tenía que hacer y que además no estaba dispuesto a dejar que nadie le arre­batara su puesto ni sus atribuciones.
 
 
Continuará
 
Esta entrada se publicó en Reportajes en 14 Ene 2008 por Francisco Martín León