Entrevista del mes: Armando Alberola Romá

Catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Alicante

Entrevista Del Mes: Armando Alberola Romá

Autor del libro “Los cambios climáticos. La Pequeña Edad del Hielo en España” (Cátedra, 2014)

¿Qué puede aportar un historiador como Vd. al estudio del cambio climático?

Como en su momento dijo Christian Pfister, uno de los grandes referentes en el estudio de las oscilaciones climáticas en siglos pasados, los historiadores podemos aportar los resultados procedentes del análisis de un importante caudal de información procedente del archivo humano o fuentes antropógenas; es decir de infinidad de datos y referencias contenidos en muy variadas fuentes documentales –tanto manuscritas como impresas que no voy a desgranar-, de alto valor cualitativo susceptibles, incluso, de ser transformadas en datos cuantitativos. De ese modo podemos proporcionar una panorámica de las oscilaciones climáticas operadas en siglos anteriores al período instrumental; es decir a aquél del que ya disponemos de observaciones llevadas a cabo de materia sistemática gracias a la mejora de los instrumentos científicos y al nacimiento y despliegue de los observatorios meteorológicos. Volviendo al archivo humano que sustenta la investigación histórica; sus datos se complementan con los proporcionados por el archivo natural, esto es, los testimonios sedimentarios, glaciológicos, dendrocronológicos y biológicos. Todos ellos, convenientemente analizados, permiten establecer las circunstancias que se vivieron en cada uno de los períodos objeto de estudio y fijar con mayor fiabilidad los momentos más duros. Entiendo que el papel del historiador es muy importante y no sólo para los aspectos puramente climáticos en los que, además de variaciones de temperatura, nos encontramos con episodios hidrometeorológicos de carácter extraordinario y consecuencias catastróficas. Pensemos, pongo por caso, en acontecimientos de signo natural o biológico que también generaron desastres como las erupciones volcánicas, los terremotos, las plagas agrícolas o las epidemias. A fin de cuentas todo ello influyó en las gentes de cada período histórico, ocasionándoles serios trastornos en su vivir cotidiano y condicionando su futuro.

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La nevada (o El Invierno). Cuadro pintado por Goya en 1786. Esta pintura refleja los rigores de la estación invernal. El de 1786 fue especialmente frío en España.
¿Es exagerado afirmar que el clima es el principal responsable de la evolución que han tenido las sociedades humanas a lo largo de la historia?

Creo que no se puede ser rotundo, pues corremos el riesgo de convertirnos en deterministas y de esa tentación conviene huir. Pienso que el clima constituye una más de las variables -endógenas y exógenas- que han influido en el desarrollo de las sociedades; aunque en nuestro país no haya sido tomada en cuenta todo lo que se debiera. De ahí que el historiador dirija su atención hacia estos procesos pero sin olvidar, para no sucumbir –como decía- ante los peligros que entraña el determinismo, otros focos de interés que le permitan obtener una visión global del hecho histórico tales como el comportamiento de la Naturaleza, los condicionantes del medio ambiente y los riesgos que comportaban, la influencia de las enfermedades o los efectos de las plagas en la agricultura. Estos elementos, junto a los considerados fundamentales en el campo de la historia económica y social y, por ello, objeto central de la investigación histórica, han adquirido mayor protagonismo en los estudios más recientes pues, sin duda, contribuyen a la mejor comprensión de la complejidad de las dificultades padecidas y los progresos logrados por el hombre

¿Hasta qué época podemos reconstruir el clima del pasado con garantías, sin incurrir en demasiado error?

Considerando todos los estudios de que disponemos a día de hoy –que no son pocos-, y recordando el título de una de las obras clave del historiador francés Emmanuel Le Roy Ladurie –Histoire du climat depuis l’an 1000– podemos retrotraernos hasta el período medieval. Lo importante es disponer de fuentes documentales abundantes, seriadas en la larga duración, sin interrupciones y homogéneas. Si se cumplen estos requisitos, los resultados serán razonablemente buenos y se podrán poner en relación con los obtenidos por otros medios científico-técnicos más sofisticados. Obviamente, conforme avanzamos en la historia encontramos mayor volumen y variedad documental y, más calidad en la información. Pero el trabajo es arduo ya que hay que mover “toneladas de papel” para localizar las fuentes, transcribirlas, ordenarlas, analizarlas, etc.

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Trabajos publicados en la Ilustración, como esta “Topografía hipocrática” de Félix Ibáñez, publicada en 1795, y otros de siglos anteriores, permiten a los historiadores del clima obtener información muy útil para sus investigaciones. En su último libro, explica cómo la Pequeña Edad del Hielo no fue solo una época muy fría de la historia, sino que hubo un poco de todo. ¿Qué otras cosas de índole climático destacaron también en aquel período?

Tras el fin del denominado Óptimo climático medieval, se inició un enfriamiento progresivo del clima terrestre que se prolongaría desde el siglo XIV hasta mediados del XIX. Características de esta Pequeña Edad del Hielo (PEH) fueron la gran variabilidad, irregularidad y extremismo meteorológico que trajeron el empeoramiento relativo de las condiciones climáticas, el descenso de las temperaturas y el incremento de las precipitaciones. En su conjunto, la PEH fue una época de cambios climáticos imprevisibles y de tormentas cada vez más frecuentes cuyo alcance adquirió una dimensión «global» al afectar a buena parte del planeta, fundamentalmente Europa, América del Norte y China. Y por supuesto a España. Pero algo en lo que todos los expertos coinciden es en su irregularidad y variabilidad así como en el hecho de que, aunque el frío que se padeció no fue equiparable al de la última glaciación, sí resultaron muy abundantes los prolongados y muy severos episodios invernales seguidos de primaveras cortas y húmedas y de veranos frescos, aunque algunos incluso resultaran calurosos. Por tanto, frío sí, pero no durante todo el año y tampoco en todos los años; y aunque la media para la PEH arroje valores que podrían considerarse moderados –el termómetro en general descendió por término medio entre 1ºC ó 2ºC- también es cierto que hubo picos de temperaturas sensiblemente bajas –como atestiguan, por ejemplo, el avance de los glaciares, los cursos fluviales congelados o las fechas de las vendimias- aunque se inscriban también momentos cálidos o menos fríos (veranos de 1676-1686, 1681-1686) así como estíos especialmente frescos y húmedos (1648-1650, 1673-1675, 1688-1700) que acabaron con las cosechas de cereal, provocando hambre y carestía. Los contemporáneos percibieron perfectamente estas anomalías climáticas –y dejaron constancia escrita de ellas, por suerte para los historiadores- tras padecer el frío, la humedad, el encadenamiento de malas cosechas, el incremento de los precios del grano y el hambre; circunstancias que influirían en los comportamientos demográficos y dejarían profunda huella en el subconsciente colectivo. Frente a las desgracias, diferentes prácticas vinculadas a la religiosidad popular fueron recurso constante y en lo económico surgió una actividad de rápido arraigo, popularidad y altamente remuneradora: la recogida, almacenamiento y venta de nieve. Un auténtico negocio surgido del frío.

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Portada del último libro del profesor Alberola: “Los cambios climáticos. La pequeña Edad del Hielo en España (Cátedra, 2014)
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La recogida de la nieve, su posterior almacenamiento y su comercio fue una actividad económica de primer nivel en los siglos en que discurrió la “Pequeña Edad del Hielo”.
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Portada de una de las obras de Manuel Rico Sinobas, personaje pionero en España en la reconstrucción climática.
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Crónica publicada en el “Memorial literario”, en la que se relata una riada histórica ocurrida en la localidad navarra de Sangüesa.
¿Somos en la actualidad más o menos vulnerables a una gran anomalía climática que lo eran en el siglo XVIII, aquí en España?

Buena pregunta. Yo creo que en la actualidad somos conscientes de la gran cantidad de «riesgos» que nos acechan a diario; no en balde vivimos en lo que Ulrich Beck definió como «sociedades de riesgo». Eso ha hecho que nos preocupemos sobremanera ante lo que nos pueda ocurrir como consecuencia de habitar en «territorios de riesgo» y que, en buena lógica, exijamos de los poderes públicos información precisa y reclamemos una adecuada planificación para prevenir y, en su caso, atenuar los efectos que pudiera ocasionar cualquier desastre. Asumido que el riesgo ha existido siempre, el análisis de la peligrosidad natural y de los medios para reducir aquél se ha convertido en un tema especialmente sensible durante los últimos años. Aceptada, igualmente, la existencia de multitud de «territorios de riesgo» y de la vulnerabilidad que nos es propia, parece más que razonable esa exigencia de máxima información sobre lo que ello entraña, y no menor prevención para afrontar las consecuencias de cualquier catástrofe. Porque, pese a los avances científicos y técnicos, seguimos siendo enormemente vulnerables a los efectos de las anomalías climáticas y naturales. No se trata de un problema nuevo. Siempre han sido motivo de preocupación las consecuencias que pudieran ocasionar los episodios extremos de origen geológico o atmosférico debido al elevado grado de destrucción que provocan y el gran número de víctimas que dejan. Territorios y gentes han hecho frente a lo largo de la historia a riesgos de muy diferente índole, sorteando no pocos obstáculos y calamidades y superando infinidad de situaciones límite. De ahí la utilidad de echar un vistazo al pasado para comprobar la sistemática recurrencia cuando no la pervivencia de unos fenómenos –sobre todo los de carácter hidrometeorológico- que siguen produciéndose en determinadas épocas del año y que continúan ocasionando considerables destrozos y alteraciones en el territorio, cuantiosas pérdidas económicas, miles de damnificados y, lamentablemente, gran número de muertos. Ello debería contribuir, asimismo, a diseñar las imprescindibles medidas de prevención y protección por parte de quienes tienen la responsabilidad de velar por nuestra seguridad y, por supuesto, por nuestras vidas.

En su ya larga trayectoria como investigador de la estrecha relación entre el cambiante clima y los avatares de la historia, ¿cuál es el hecho que más le ha sorprendido (por su magnitud o por cualquier otro aspecto)?

Resulta difícil responder a esta pregunta. Más que de acontecimientos cabría hablar de procesos; aunque es cierto que un acontecimiento extraordinario castiga, en ocasiones de manera fulminante, a una sociedad. En ese sentido, tan terribles resultaban las sequías prologadas que impedían de manera trágica y sistemática sembrar y recoger cosechas –algo dramático en las sociedades pre-industriales- como las precipitaciones de rango extraordinario acompañadas de riadas e inundaciones que arrasaban todo a su paso, las heladas tardías, los granizos veraniegos… Un gran temporal podía decidir la suerte de una batalla naval o una invasión; aunque esto también pasa en la actualidad. En la España de los siglos modernos causaron un tremendo impacto, por ejemplo, las intensísimas precipitaciones del año 1617 hasta el punto de que fue denominado «el año del diluvio», pero también los rigores invernales del último mínimo de Maunder (1660-1720) o los efectos de la gran perturbación conocida como «anomalía Maldá» durante último cuarto del siglo XVIII. A mí, por ejemplo, me llamó la atención en su momento lo difícil que resultó el año 1783 en España y en Europa: erupciones del volcán islandés Laki y del Vesubio, enormes desarreglos atmosféricos con un estío especialmente tórrido seguido de un enfriamiento notable que acabó con las cosechas en 1785 provocando el primer año sin verano (el segundo sería 1816 tras la erupción del Tambora), intensas precipitaciones otoñales conviviendo con una sequía persistente, epidemias de fiebres, terremotos en Calabria y Sicilia…; sin olvidar, con anterioridad, la gran conmoción que supuso, desde el punto de vista científico y filosófico aparte de las calamidades de tipo humano y material ocasionadas, el gran terremoto y tsunami que destruyó Lisboa y toda la costa suroccidental de la península Ibérica el día de Todos los Santos del año 1755.

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Los científicos reclaman a los dirigentes mundiales un control de las emisiones a la atmósfera de gases de efecto invernadero. ¿Cree que si se actuara con determinación en este asunto, tendríamos un control real sobre el calentamiento global?

Como en tantas otras cosas, aquí debo confesar mis limitaciones. Si en lo tocante a los siglos pasados puedo saber y transmitir algo, en lo relativo a las disputas científicas actuales soy más bien un aficionado al que le gusta, al menos, estar bien informado. No cabe duda de que el actual proceso de calentamiento climático despierta no poca curiosidad e inquietud, pero no es menos cierto que a la hora de determinar sus causas reales y sus efectos a largo plazo no existe unanimidad entre los científicos. El «factor humano», como en tantas ocasiones a lo largo de la Historia, entra en juego y parece ser el causante de esas emisiones. Pero hay multitud de intereses de todo tipo –políticos, económicos, estratégicos- que envenenan el debate. El tema está en la calle pues el clima o, mejor dicho, sus oscilaciones, preocupan mucho. Pero también el medio ambiente, y cómo ha estado sometido –y lo está en la actualidad- a muy diferentes amenazas. Por ello permítame que, acercando el agua a mi molino, reclame –modesta y respetuosamente- la importancia del historiador como estudioso del pasado; también del pasado climático. Aunque sólo sea para mover a la reflexión.

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Esta entrada se publicó en Entrevistas en 05 Abr 2015 por Francisco Martín León