DIARIO DE UN EXPLORADOR

LA TORMENTAJuan Antonio DimasHa rodado un trueno sobre las más lejanas estribaciones de la sierra. Cúmulos redondos, como la nieve blancos, resplandecientes como plata, se amontonan a la parte de Leva...

LA TORMENTA

Juan Antonio Dimas

Ha rodado un trueno sobre las más lejanas estribaciones de la sierra. Cúmulos redondos, como la nieve blancos, resplandecientes como plata, se amontonan a la parte de Levante y asoman tras el pinar en un avance gigantesco. Su vista nos recuerda el asalto de los Titanes al Olimpo. Avanzan rápidamente, montan unos sobre otros, suben infatigables, y van ganando los escalones de la montaña tenazmente, camino de los Morrones, camino del cielo. De la blanca masa de nubes brotan fugaces los relámpagos y un sordo rumor les acompaña, como si a un tiempo corriesen y disparasen los trenes de una potente artillería. Cubren el sol; la luz del día se torna cenicienta; sobre las cumbres se tiende el toldo de las nubes; se intensifica el color verde oscuro de los pinares, y el fondo de los barrancos y cañadas adquiere un tono de cobalto.

El aire se refresca y huele a ozono; la tierra húmeda se esponja con las primeras gotas de la lluvia. De pronto una masa de niebla dobla el lomo de los cerros y se precipita en el valle como una catarata de vapores, como una fantástica y loca cabalgata de monstruos desgreñados que prenden en la selva jirones de su obscura cabellera.

Hay un momento de calma y de silencio y en él, la sensación de un eminente ataque, la extraña sensación que precede a la majestad de la tormenta que se acerca. Suene el apagado trepidar de una lejana granizada, comienza el trémolo del viento entre los árboles y llega el huracán impetuoso. Se dobla la fronda de los pinos como una frente que se humilla; se abaten los chaparros; tiemblan las débiles tiendas de campaña como blancas palomas asustadas y en el cordaje que las ata, pulsado por el arco invisible del aire embravecido, canta la naturaleza su brava sinfonía.

Del cielo que ya es uno con la tierra desciende el torrente de la lluvia. Hay un instante de alarma en el amenazado campamento; suena la corneta, ordenan los silbatos, breves y enérgicas voces de mando meten a los exploradores en sus tiendas, y bajo ellas contemplan animosos con su insaciable curiosidad de niños, el mágico espectáculo de una tormenta vista en el seno de ella misma. Desde el refugio se atisba el menguado horizonte y en un rompimiento de la niebla asoma una luz cárdena sobre una ráfaga verdosa, y el trueno, centuplicado por la caja sonora de los montes, lanza de nuevo su rugido. Se rasga la nube con estridencia; la chispa eléctrica restaya en el espacio como una fusta absurda manejada por Júpiter; el rayo, con garra implacable, araña v quema los troncos más robustos.

Luego la voz del dios se aleja y el fragor se apaga, la lluvia disminuye, lloran los árboles sus últimas lágrimas, y se abre un hueco luminoso en occidente y entra por él la gloria de la luz; sobre el jirón azul se recorta limpiamente la silueta redonda del morrón de Espuña; los exploradores ponen entre la arboleda las amapolas rojas, blancas y amarillas de sus pañuelos pintorescos y las notas alegres de sus voces. Como un valiente rasgo de esperanza, el dedo de Dios ha dibujado bajo la bóveda del cielo el arco espléndido y polícromo del iris.

Juan Antonio Dimas, 1920.

Enviado por José Antonio Abellán, pinsapo

Esta entrada se publicó en Fotos y animaciones en 24 Oct 2003 por Francisco Martín León