El viento en los cuadros

El viento es invisible, pero no sus efectos, lo que ha permitido a distintos pintores representarlo en sus cuadros. En algunas obras, como "El nacimiento de Venus" de Sandro Boticelli, se personifica en uno de los dioses que en la época clásica se identificaban con un determinado viento.

Nacimiento de Venus
“El Nacimiento de Venus” (h. 1485-86). Sandro Boticelli. © Galleria degli Uffizi.

De entrada, no parece una tarea sencilla pintar el viento, ya que, por definición, es aire en movimiento y el aire no podemos verlo, aunque sí que notamos su presencia . Ante este reto, los pintores han elegido dos caminos para representarlo en sus cuadros: 1) recurriendo a seres mitológicos con rasgos humanos, y 2) pintando los efectos que provoca el viento, tanto en los elementos del paisaje –principalmente vegetales– como en distintos objetos sometidos a él. Nos detendremos en algunos cuadros muy conocidos para comprobar, en cada caso, cuál ha sido la opción elegida por el artista.

Las primeras representaciones del viento son mitológicas y se remontan a la época clásica. Cada uno de los distintos dioses del viento (anemoi), hijos de Eolo, tiene una apasionante peripecia vital que lo relaciona con otras deidades del Olimpo, y que ha llegado hasta nuestros días gracias a las narraciones de los autores griegos. Uno de esos anemoi es Céfiro, el viento del oeste, un viento apacible, que en la Ilíada de Homero se identifica con las brisas suaves de la primavera y de principios de verano . El viento fructificador. Según la mitología griega, Céfiro y su hermano Bóreas (el dios del viento del Norte) se enamoraron de la ninfa Cloris (la diosa Flora de los romanos), pero fue Céfiro el que al final la secuestró y se casó con ella.

En el famoso cuadro de “El nacimiento de Venus”, pintado por Sandro Boticelli (1445-1510) y uno de los principales reclamos turísticos de la Galería de los Uffizi, en Florencia, vemos en la parte de la izquierda a Céfiro abrazado a Cloris y soplando a Venus (Afrodita en la mitología griega) –la diosa del amor–, que apoyada sobre una gran concha (símbolo de la fertilidad) llega a la orilla del mar, donde es recibida por una de las Horas (diosas de las estaciones).

Céfiro y Cloris están rodeados de flores (rosas, que simbolizan el amor), que es elemento primaveral por excelencia. Algunos especialistas apuntan la posibilidad de que la acompañante de Céfiro no sea su mujer, Cloris, sino Aura, la diosa de la brisa . Centrando nuestra atención en el viento, es interesante observar el detalle del mar encabrillado, apareciendo en él las pequeñas olas (cabrillas) con forma de V, que reflejan la incidencia del soplido de Céfiro no solo en la alborotada melena de Venus, sino también en la superficie marina.

Doña Juana la Loca
“Doña Juana la Loca” (1877). Francisco Pradilla y Ortiz. © Museo Nacional del Prado

Cambiemos de época y de estilo; viajemos a principios del siglo XVI, pero hagámoslo a través de la pintura española del siglo XIX. Pocos cuadros retratan de manera tan magistral el viento como “Doña Juana la Loca”, pintado por Francisco Pradilla y Ortiz (1848-1910) en 1877. Esta obrarepresenta una parada en el camino del viaje que durante el gélido invierno 1506-07 emprendió una desconsolada y recién enviudada reina –hija de los Reyes Católicos–, con su séquito y el cuerpo de su difunto esposo, Felipe el Hermoso (Felipe I de Castilla), desde la Cartuja de Miraflores, en las afueras de Burgos, hasta Granada, donde recibió cristiana sepultura.

Según la crónica de Pedro Mártir de Anglería, en la jornada que les llevó desde Torquemada (Palencia), donde Doña Juana se puso de parto y tuvo a su hija Catalina, hasta la localidad de Hornillos (del Camino), en Burgos, “mandó la reina colocar el féretro en un convento que creyó ser de frailes, mas como luego supiese que era de monjas, se mostró horrorizada y al punto mandó que lo sacaran de allí y le llevaran al campo. Allí hizo permanecer toda la comitiva al intemperie, sufriendo el riguroso frío de la estación”.

Discurría el mes de enero de 1507 y el cuadro nos transmite de forma un tanto efectista la solemnidad del momento y la intensa friura burgalesa, todo ello bajo el paraguas de una atmósfera lúgubre, funeraria. Tanto la humareda que escapa de la hoguera, como el aspecto de las llamas de los cirios, delatan la presencia de un intenso viento , como el que seguramente tuvieron que soportar Juana la Loca y el resto de la comitiva durante aquel duro periplo por el páramo castellano.

La ráfaga de viento
“La ráfaga de viento” (h. 1865-70). Jean-Baptiste-Camille Corot. © Musée des Beaux-Arts de Reims.

Otra forma muy efectista de representar un viento impetuoso es mediante árboles inclinados , como el de la fotografía que encabezaba la reciente entrada que dedicamos a los lugares más ventosos del mundo. Hay muchos pintores que han elegido ese motivo para transmitir a través de su obra la presencia del invisible viento al espectador. Lo hizo Goya en su conocido cuadro del invierno (“La nevada” 1786), también lo vemos en el cuadro “La ráfaga de viento” (h. 1871-73) del paisajista francés Jean-François Millet (1814-1875) y en el de título homónimo que acompaña estas líneas, de Jean-Baptiste-Camille Corot (1796-1875), que transmite a la perfección las sensaciones que causa en nosotros un día ventoso.

No es este el único paisaje de Corot dedicado al viento y con un árbol inclinado como señal indicadora del mismo; en el Museo Puschkin de Moscú (Rusia) se puede contemplar otra “ráfaga de viento” que, al igual que esta, pintó en la década de 1860. En estos y otros cuadros de este pintor francés, se percibe, como casi en ningún otro, la frescura del aire y la presencia del medio atmosférico .

En el libro que dedicó a él Moreay-Nélaton (“Corot raconté par lui-même”. Año 1924) se comenta cuál era el modus operandi de Corot para captar la realidad atmosférica: “El pintor se levanta hacia las tres de la madrugada, y sale a los campos a sentarse, y espera debajo de un árbol. Bien poco puede distinguirse aún. Y de pronto, la atmósfera empieza a temblar, y se levanta una brisa que hace despertar las cosas. Un rayo de sol; después otro, y otro (…) El sol se levanta mientras él toma sus notas; a lo lejos se pierden en el éter las siluetas de las colinas; los pájaros vuelan de un lado para otro (…) El pintor sigue anotando, pero pronto habrá ya demasiada luz, percibirá demasiadas cosas… El artista vuelve a la granja; todos trabajan, y él descansa y sueña con lo que ha sentido al amanecer. ¡Mañana ejecutará ya su sueño!” Gracias a ello, su magistral ráfaga de viento casi traspasa el lienzo.